El triunfo de Alejandro G. Iñárritu es inapelable. Sus logros son notables: aparte de arrancarle cierta simpatía a Sean Penn, algo que parecía imposible, logró cuatro premios de la Academia –fotografía, guión, mejor dirección y mejor película, nada menos–, a pesar de la competencia de Boyhood y del hecho de que el año pasado había barrido con la ceremonia su paisano y amigo Alfonso Cuarón. Pero el triunfo abre muchas interrogantes: ¿beneficiará este triunfo al cine mexicano? ¿Terminará de abrirnos las fronteras del mundo, es decir, de tumbar la barrera del nopal? Más aun: ¿puede considerarse a Birdman una película mexicana? ¿Es un reflejo de nuestra industria o al menos de nuestra cultura?
La noche del domingo 22, el sonido del Teatro Dolby debió haber incluido el tema musical de La cabalgata de las valquirias de Richard Wagner, y no porque el actor Robert Duvall, sentado en primera fila, evocara el ataque de trompetas de su Apocalipsis Ahora, sino porque había un grupo de mexicanos bombardeando la ceremonia de los premios de la Academia, cual helicópteros en picada, ganándose las máximas preseas de la noche. La de ese día será la noche en que el general Alejando González Iñarritu, a bordo de Birdman, sin proponérselo y dudando incluso de su alcance, masacró a una Academia que suele ser conservadora y apostar por narrativas convencionales.
El filme del temerario Negro puede ser considerado "anti-plot", al narrarse sin la intención de que usted y yo podamos saber de qué trata hasta presenciarlo con nuestros propios sentidos. Imposible resumirlo en dos frases y mucho menos encasillarlo: la cinta protagonizada por Michael Keaton se sacude cualquier intento de ser clasificada. Tiene mérito extra, pues, que al final de la jornada, al colgarse Iñárritu la medalla por tres Oscar, más uno para su compañero vuelo, Emmanuel Lubezki, los contrincantes –si se les puede llamar así en el mundo del arte– supieran que el nombre del realizador mexicano ya podía ser colocado al lado del de Francis Ford Coppola, cuando por El Padrino: Parte II logró una hazaña similar, al arrasar con las tres estatuillas definitorias. Un par de horas después, Lubezki recorría un pedazo de Sunset Boulevard, afuera de la fiesta que la 20th Century Fox celebra en honor de sus ungidos por la Academia. "Aún no sé que pasó", dijo el mexicano de 50 años. "Esto se supone que sólo iba a ser un experimento". En efecto, hay algo sorprendente en esta victoria.
Lubezki forma parte de una maquinaria creativa sin duda elaborada, una camarilla de profesionales entrenados para hacer cine pero bajo la filosofía de la innovación. No hay cine que valga para ellos, si se va a repetir lo que hizo antes. Apenas el año pasado el Chivo ganó su primer Oscar por dejarse llevar al espacio en Gravedad, con un Alfonso Cuarón que lo presenta como su hombre de confianza y una actriz, Sandra Bullock, que definió esa colaboración como si ambos mexicanos formaran sólo un ente. Lo cierto es que en un país como México, que necesita a gritos escuchar historias de éxito, y en el que se dice que no se sabe trabajar en equipo, sino sólo conforme a esfuerzos individuales, el triunfo de Birdman significa un "gran cuento para mandar a casa".
Porque no todo son luces. Bajo ese mismo olor a metralla que quedó en el Teatro Dolby, el nicaragüense Gabriel Serra, nominado por su cortometraje documental La Parca, aunque no pudo meter el Oscar en su alforja aprovechó los reflectores para reclamar que su alma mater (de la que aún no se gradúa), el Centro de Capacitación Cinematográfica en la ciudad de México, recibió entre 2014 y 2015 la reducción de su presupuesto en un 35% por parte del gobierno. Un escenario que posiblemente se vuelva a violentar en los próximos meses, con la reducción en general del presupuesto de la nación. Serra es parte de una nueva generación de hispanos, e hizo pareja con el nacido en Jalisco, Carlos Correa, para conseguir La Parca. Ambos fueron celebrados dos días antes del Oscar por el Consulado de México en Los Ángeles, donde una alumna de la escuela de cine de la UNAM, el CUEC –en la que estudiaron en alguna una época Cuarón y Lubezki–, reclamó que hay decenas de películas abandonadas en sus aulas, porque el gobierno no les da seguimiento. Esa es la otra realidad, la de un país que a menudo obliga a sus cineastas a enormes esfuerzos individuales. Así pues, si hay algo contra lo que apuntar las baterías es el hecho de que después de la noche del domingo hay un enorme terreno que recorrer, por mucho que, como dijo Iñárritu, "ahora el director mexicano es perseguido como una de las grandes voces del cine mundial".
Y es que el mismo LA Times desplegó en portada, justo un día antes del Oscar, una artículo dedicado a la amistad y complicidad entre Iñárritu, Cuarón y Guillermo del Toro, los miembros de esa camarilla, hermanos de armas con un plan de ataque que involucra ser despiadados entre sí y exigirse lo mejor de ellos, opinando y colaborando para que el otro pueda llegar a casa con su proyecto terminado en su máximo potencial de calidad. Son conceptos de liderazgo que cualquier mexicano desea escuchar en los pasillos de su labor diaria, cosa que no ocurre. En suma, las trincheras están puestas; las medallas del Oscar, Cannes, Berlín y demás festivales de prestigio, conseguidas. Ahora falta la voluntad de un país entero; falta que la sociedad y el gobierno se pongan de una vez por todas a decidir qué van a hacer con este poderoso aparato de comunicación de ideología y emociones llamado cine. De momento, los méritos son compartidos... Por unos cuantos.
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