Pocas cosas asustan más al
fastuoso negocio que supone Cannes que la lluvia. No sólo arruina a su
esplendorosa alfombra roja, sino también a la lujosa y escotada vestimenta de
sus visitantes y a las terrazas.
Pero todos los años cae agua del cielo algún día
y en ocasiones sin tregua ni piedad. Cuando esto ocurre aparecen por arte de
magia infinitos señores africanos y asiáticos ofreciendo paraguas de vida
efímera y precios abusivos a los chorreantes transeúntes. Esta gente desaparece
misteriosamente de Cannes en el momento en que para de llover.
Este trío de desconocidos,
que ignoran el idioma de su país de acogida y se ven obligados a adoptar ante
los demás los rituales familiares, se buscarán la supervivencia en París
vendiendo clandestinamente en las calles todo tipo de artilugios, huyendo de
las redadas de la policía, intentando no morirse de hambre y desesperación. Y
prosperan. Se trasladan a la periferia, a un supermercado de la droga; el
hombre logra trabajos callejeros, la niña aprende francés en el colegio y la
mujer cuida a un enfermo. Y milagrosamente empiezan a sentirse como si fueran
una familia.
Pero ese equilibrio será precario. Las circunstancias y el
fatalismo amenazarán a esa supervivencia. Aparecerá la violencia, el
acorralamiento y los viejos fantasmas. Y resucitará el antiguo guerrero en
alguien que sólo aspiraba a la normalidad, que había desertado del espanto.
Este retorna para que asuma su antigua naturaleza, para que vuelva a correr la
sangre, para matar o morir.
El suyo sólo les ofrecía hambre, desolación y muerte. Pero adaptarse al nuevo
mundo y encontrar recursos para seguir tirando también es muy duro. Esta
película retrata con fuerza y complejidad su esfuerzo, sus sueños, su miedo y
su coraje. No es una obra maestra pero posee lucidez, verosimilitud y
comprensión.
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