La vida en la carretera no es
fácil, y mucho menos si tienes que atravesar los miles de kilómetros que
separan distancias diminutas sobre un mapa estadounidense.
No obstante deambular por el asfalto puede que
sea la única manera de vivir si eres uno de esos tipos inquietos y
dramáticamente cosmopolitas como los que Jack Kerouac representó con
sorprendente voz propia gracias a la imagen de Dean Moriarty, caricatura
biográfica de Neal Cassidy, en su novela En el camino (On the Road, 1957).
Los motivos para convertirse
en uno de esos vagabundos que, como Star y Jake, se entregan a la
espiritualidad y a la generosidad de los desconocidos, sin más pertenencias que
las que puedan caber en sus bolsillos ni más pretensiones que las falsas
promesas protagonistas de las revistas que tratan de vender a incautos y
solitarios personajes, pueden ser tan diversos como inabarcables en una obra de
ficción, incluso si esa fuga ha sido movida por un detonante claramente
identificable; lo más probable es que dicha motivación sólo haya sido la gota
definitiva en un vaso colmado de inseguridades, reproches e inquietudes
incomprensibles para el espectador ajeno a un contexto relativamente amplio y
preciso.
Por este motivo, Andrea Arnold
se aleja de explicaciones innecesarias y de desencadenantes hechos pretéritos
que, por otro lado, ya había dejado muy bien ejemplificados en anteriores
películas como Fish Tank o Red Road. El desencanto por la vida familiar,
constante preocupación de la directora, que sobrevuela cada imagen de “American Honey” (2016), parece
evidenciar unos serios problemas de disciplina y autoridad propiciados por un
ambiente hostil y desestructurado. Los personajes de Arnold parecen sobrevivir
a las rutinas diarias con los nervios a flor de piel, en un estado constante de
exaltación y agitación nerviosa, siempre preparados para saltar por los aires
con cualquier comentario o hecho aislado que provoque una reacción desmedida y
que ponga fin a un estado de contención constante e inaguantable.
eEs de agradecer el rechazo de
la directora por la condescendencia y el falso romanticismo. Su mirada es
creíble y sin edulcorantes. Arnold individualiza el objetivo que, de forma
mucho más general y pluralizada, utiliza Ken Loach para la composición de sus
incorregibles cartas abiertas al sistema. Sin embargo la realizadora peca de
futilidad en su estrategia narrativa y se entrega a un montaje hipertrofiado de
fast food adolescente. Como si de una Spring Breakers para comerciales de
ventas se tratara, la película se deja arrastrar por la histérica adrenalina
juvenil y las descargas de testosterona incontrolables. Tres horas a ritmo de 2
Chainz pueden resultar demasiado para un espectador que se conformaba con la
clásica escena musical indie bailando uno de los últimos hits de Rihanna. Pero…
espera, que también hay de eso.
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