Al igual que le ocurriera al
Martin Scorsese de los 80, Jim Jarmusch es un director en constante litigio con
los procesos y acciones que preceden a lo que realmente les interesa al resto
de cineastas.
Si la mayor preocupación de
los realizadores modernos ha sido contar lo que ocurre en el punto A —origen
fílmico— y el punto B —desenlace—, lo que siempre ha preocupado a Jarmusch es
la distancia entre esos dos puntos y todo lo que, por pequeño que parezca,
suceda en ese tránsito. El realizador no desarrolla un discurso de orden ideológico
explícito.
Su cine es esencialmente
apolítico y, por ello, sus personajes están dotados de ese entrañable carisma y
“buen rollo” que los hacen irresistibles para el público, tanto los
protagonistas como sus antagonistas: pandilleros, ladrones, hombres metódicos
que escriben sus rimas en lavanderías… todos están dotados de una inocente
bondad que desconcierta y contradice el discurso clásico.
“Paterson”
(2016) es el nombre de un conductor de autobuses, también es el
título de una novela de William Carlos Williams (¿o era Carlo Williams
Carlos?), de una ruta de transporte, el nombre de esta misma película y, por
encima de todo, el de una ciudad en Nueva Jersey, cuna de personajes tan
ilustres como Ginsberg, Lou Costello o Huracán Carter. La vida en Paterson, según
el realizador, está destinada a la conmemoración de sus ídolos y a la difusión
de sus leyendas utilizando para ello la comicidad y el respeto.
Jarmusch no orienta su
película en ningún caso al divertimento banal. En este sentido podemos recordar
las palabras de Cassavetes «No hay nada que deteste más que la idea de que me
entretengan». Paterson rechaza el sensacionalismo visual propio de los efectos
especiales y la pirotecnia excesiva; no hay sexo ni sangre, con la inexorable
falta de interés que esta decisión suscita en una sociedad tan arraigada al
epicureísmo como la nuestra.
Obviamente sí apreciamos una
construcción de los personajes totalmente diferente de la estándar. Frente al
bueno-bueno o al malo-malo del cine convencional (con notables excepciones), el
director elabora una tipología híbrida, ambigua, muy en la línea del jansenismo
de Bresson, quien, como Jarmusch, se atrevía a mostrar la infamia de ambos
lados del sujeto. La bondad total no existe para este cineasta, como tampoco la
maldad extrema. Aquí aparece la figura del conductor de autobús en su
confrontación con el sueño americano.
Un sueño al que se rindió
tiempo atrás por el pragmatismo indolente de una vida llena de vicisitudes y
fluctuaciones. El director somete al héroe a una inquebrantable y placentera
cotidianeidad evidenciada tanto en las acciones propias del sujeto en su día a
día, como en la propia estructuración episódica y rutinaria que divide la
película en función de los días de la semana. La pareja de actores compuesta por
Adam Driver y Golshifteh Farahani nos atrapa en su espiral de monotonía y
placidez de tal manera que disfrutaríamos viéndolos deleitarse en su insólita
sencillez sin esperar nada más de este filme que, no obstante, se verá alterado
por el efecto avalancha que sepulta toda esa rutina a consecuencia del más
mínimo cambio.
El dibujo de la sociedad propuesta por
Jarmusch se enfrenta directamente a la visión hegemónica masculina que
Hollywood tiene del hombre atractivo, dinámico y merecedor de las más altas
conquistas en el ámbito social y sentimental. Sin embargo se niega a
encasillarlos con el estigma de los marginales por el amor que siente hacia
ellos y la creencia en una clase media —utópica—; personas que aún no han
terminado de borrar el sentido literal de la pregunta «¿Cómo estás?7, y todavía
tienen a bien ofrecer una respuesta sincera y no un simple intercambio de
«bien, apártate de mi camino».
El realizador traslada esta
ausencia de dinamismo en sus personajes a su propia narrativa, impregnando cada
escena de una quietud romántica que se afianza en una sucesión de planos
abiertos con bastante tendencia al estatismo de la cámara. Existe una cuarta
dimensión de la que no nos han hablado mucho: para algunos supone encontrar un
refugio en un cuaderno en el que jugar con las palabras y crear obras poéticas
eternamente anónimas, para otros se trata de establecer una dicotomía vital en
función de un monocromatismo existencial.
Para Jarmusch, esa
indeterminada dimensión radica en las transiciones, los espacios que
transcurren entre los diferentes capítulos de nuestras vidas y que muestran el
vacío del tiempo, la banalidad y todos esos elementos no adscritos
estrictamente a la diégesis, como un buzón de correos, una caja de cerillas, un
perro humanizado y cabeza indiscutible de familia, un problema menos o una
página en blanco que se presenta con el inmaculado albor de una nueva
oportunidad.
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