La competición arrancó con “Sieranevada” (2016), enigmático título
del tercer largometraje del rumano Cristi Puiu, autor de las devastadoras La
muerte del señor Lazarescu (2005) y Aurora (2010), que se presentaron en la
sección Un Certain Regard de Cannes.
Como aquellas, es Sieranevada también un
filme de enorme ambición, una exploración del tiempo cinemático en un relato
que prácticamente transcurre en tiempo real, de un costumbrismo ejercido en su
sentido más amplio, más radical y quizá más perfecto. "Etnografía y folclore",
dice un personaje sobre un documental que se emite en la televisión, y suena
como si fuera un comentario irónico del propio director acerca de la propia
película que está haciendo y estamos viendo. El cometido etnográfico de la
propuesta es cristalino, su folclore es el retrato sociocultural de la Rumanía
contemporánea mediante la detallada observación de un microcosmos familiar en
permanente tensión, de ambiente tan hostil como cáustico, que encuentra en sus
brotes de humor (y son muchos) una puerta de entrada a los dramas y secretos
que inevitablemente saldrán a la superficie.
Por su riqueza de detalles, por las capas de
significados que va sumando en su desarrollo, intuimos que cada visionado
ofrecerá una película bien distinta a como la recordábamos. Sieranevada es a su
modo una cosmogonía, donde los personajes hablan de política, de religión, de
teorías conspiratorias, de adulterios, de sus miserias y su intimidad bajo un
pasmoso rigor naturalista. Pensamos en Berlanga y en Fellini, inevitables en las
secuencias populosas que domestican el caos, solo aparentemente anárquicas,
pues su dinamismo responde a una meticulosa coreografía, intuimos que mucho más
trabajada en el caso de Puiu. A lo largo de casi tres horas, el cineasta rumano
pone en escena una multitudinaria reunión familiar en memoria del patriarca
fallecido, encerrándose con una docena de actores en un piso que apenas permite
plantar la cámara en cuatro o cinco puntos, girarla de un lado a otro, en
largos planos secuencia. El trabajo de los actores es excepcional, de un
hiperrealismo que ya es legendario en la escuela de interpretación rumana: lo
hemos visto también en las películas de Cristi Mungiu y de Radu Muntean entre
otros.
El espacio en el que se mueve el cineasta es
mínimo, pero la amplitud de la mirada es inabarcable. Puertas que se abren y
cierran a un lado y otro de la pantalla, personas que entran y salen de cuadro,
cambios de posición de cámara que parecen antinaturales pero que aparentan
estar en el único sitio posible para el propósito de la escena. Puiu convierte
los espacios y sonidos de la casa, el sentimiento claustrofóbico, en un relato
psicológico de la existencia cotidiana y sus absurdos. La película representa
en este sentido un auténtico desafío al concepto del punto de vista del relato,
a la dialéctica del espectador entre observar o formar parte de la escena y
habitarla con los personajes. La escritura visual de la película es inseparable
de la precisión de los diálogos en un filme que se expresa con igual elocuencia
desde la palabra, así como de la riqueza y autenticidad de unos personajes a
los que sentimos que hemos llegado a conocer al final del relato, y que desde
el otro lado de la pantalla nos invitan a mirar el mundo poniendo en cuestión
el más mínimo de sus detalles. Cine mayúsculo en el primer día del festival.
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